12 de agosto de 2008

Tiempo Sagrado y Tiempo Profano II

Retomando mi post anterior sobre lo profano y lo sagrado, los dejo con la segunda parte del texto. No duden en expresarme sus dudas o comentarios, miren que hemos inaugurado el tagboard, que pueden encontrar en el menú de la derecha. Creo que es una manera más directa de comunicación, o al menos mucho más coloquial que enviar comentarios o mails.

En fin, prosigo con lo prometido...

Para Roger Caillois, todo el proceso del carnaval tiene su propia teoría; en ella, el carnaval es una renovación de la creación. Anualmente, la naturaleza y la vegetación se renuevan, al igual que la vida social inaugura un nuevo ciclo. Entonces, todo lo que existe debe rejuvencerse.

Para ello, hay que volver a empezar la creación del mundo. “Esta se conduce como un cosmos regido por un orden universal y funcionando según un ritmo regular. La medida, la norma, lo mantienen”[1]. Su ley consiste en que toda cosa se encuentre en su lugar y todo acontecimiento llegue a su tiempo. Así se explica que las únicas manifestaciones de lo sagrado sean prohibiciones, protecciones contra todo lo que podría amenazar la seguridad cósmica, o reparaciones de todo aquello que ha podido turbarla. Se tiende a la inmovilidad, porque todo cambio, toda innovación pone en peligro la estabilidad y el equilibrio del universo, cuyo curso se quería detener para destruir las posibilidades de muerte. Es como el ejemplo que da Frazer en su libro, donde el jefe de un clan japonés debe mantenerse completamente quieto durante toda su vida, pues cualquier movimiento puede alterar la naturaleza[2].

Pero el aniquilamiento del universo reside en su propio funcionamiento, que acumula restos y produce el desgaste de su mecanismo. Como el cuerpo humano, debe eliminar los desechos de su propio organismo, los “detritus” que representan la parte nefasta dejada por cada acto que se realiza en bien de la comunidad, purificándose a través de la regeneración. Pero supone una contaminación para aquel que lleva a cabo la purificación, por eso esa purgación se efectúa comúnmente en forma de expulsión o de muerte, sea de un chivo expiatorio cargado de todos los pecados cometidos, o de una personificación del año viejo al que se trata de sustituir.[3]

Sin embargo, la eliminación de las escorias que acumula el funcionamiento de todo organismo, la liquidación anual de los pecados, la expulsión del tiempo viejo, no bastan. Sólo sirven para enterrar un pasado que se derrumba, que ha terminado y que debe ceder el sitio a un mundo virgen cuya llegada la fiesta está destinada a forzar. Las prohibiciones han resultado impotentes para mantener la integridad de la sociedad y de la naturaleza. Por lo tanto, menos podrían contribuir devolverles su juventud inicial. La norma en sí, no posee ningún principio capaz de regenerarla. Hay que apelar a la virtud creadora de los dioses y volver al principio del mundo, a las fuerzas que entonces crearon el caos en cosmos.

La fiesta, en efecto, se presenta como una actualización de los primeros tiempos del universo, de la era original eminentemente creadora que ha visto a todas las cosas, a todos los seres y a todas las instituciones plasmarse en su forma tradicional y definitiva. Ese momento transcurre en un espacio temporal indefinido, que no es menos presente o futuro que pasado. En él, todo lo extraordinario y maravilloso acontece, siendo esto normal.

Después de observar el caos, los antepasados dieron al mundo una apariencia y leyes que, desde entonces, no han vuelto a cambiar. Sin embargo, por el hecho de contener cada cosa, cada ser dentro de límites precisos, esos límites, desde entonces naturales, los privaban de todos los poderes mágicos que les permitían realizar al instante sus deseos. “El mundo, en efecto, no se conforma con la existencia simultánea de todas las posibilidades, con la ausencia de toda regla: el mundo conoció entonces las limitaciones infranqueables que confinan a cada especie en su propio estado y que les impide salirse de él.”[4] Esos límites son la materialidad y por ende, la muerte, pues al tener materia el ser humano se inscribe dentro de una temporalidad que termina con el morir. De todos modos, con la muerte el caos dio paso al cosmos, terminando la era de confusión y comenzando la historia.

La época primordial se nos presenta con una ambigüedad notable: en ella, el Caos y la Edad de Oro se confunden y entremezclan. El hombre mira con nostalgia hacia un mundo donde bastaba estirar la mano para coger sabrosas frutas. La Edad de Oro se identifica como la infancia del ser humano, en donde no había guerra ni penurias, la vida era fácil y dichosa. Pero al mismo tiempo es un mundo de tinieblas y de horror, es el tiempo de sacrificios humanos para que la tierra germinara. También es el tiempo de los experimentos de los dioses, de las creaciones exuberantes y desordenadas, de los partos monstruosos y excesivos. Unas veces las dos representaciones antagónicas se mezclan y otras, cuando un esfuerzo de coherencia las ha separado, se ve a la mitología distinguirlas y oponerlas, hacer que se sucedan un Caos y una Edad de Oro.[5]

Esta recreación del mundo se lleva a cabo siguiendo el mito original. De este modo, se representan a los antepasados o dioses creadores por medio de actores o sacerdotes que siguen los mismos pasos que aquellos a la hora de la creación, de manera tal que esos pasos se convierten en un ritual. También se venera a los muertos, pues la fiesta, al celebrarse en un tiempo que está en el umbral, confundiéndose con el más allá y este mundo, los antepasados o dioses irrumpen violentamente en el curso de la historia natural. La vuelta de los muertos suele estar con frecuencia unida al cambio de tiempo: en toda Europa, es principalmente en la noche de San Silvestre[6], o sea, la última noche del año, cuando los aparecidos tienen permiso para hacer estragos entre los vivos.

El desenfreno de las fiestas también tiene su justificación en el mito original, pues la fiesta (representación del caos original) es la suspensión del orden, por eso se permiten todos los excesos. Lo importante es obrar contra las normas: todo debe efectuarse al revés. Sin embargo, esas transgresiones no dejan de constituir sacrilegios. Atacan las normas que regían a la víspera y que están destinadas a ser de nuevo mañana las más santas e inviolables. En la fiesta generalmente se cometen sacrilegios mayores.[7]

[CONTINUARÁ]

[1] Roger Caillois, “El Hombre y lo Sagrado”, pág. 114
[2] Antiguamente, los reyes representaban a la tierra. Ellos ERAN la tierra, así que cualquier enfermedad ponía en riesgo las cosechas y la vida del reino (ver mito del Rey Pescador en la saga del Rey Arturo. Este rey sufría de una herida en la entrepierna (fertilidad) que lo imposibilitaba de gobernar, por lo tanto, su tierra sufría sequías y devastación. La única manera de que el reino se restableciera era sanando al rey).
[3] De ahí surgen los “judas” y “fallas” que se queman a finales de un período y comienzo de otro (como en Punta Arenas y Barcelona, por ejemplo).
[4] Roger Caillois, “El Hombre y lo Sagrado”, pág. 118
[5] Este mismo antagonismo y mezcla da origen a las figuras carnavalescas de los opuestos (alto-bajo, feo-bello, muerte-vida, etc.) y de los similares (como los gemelos, hombres de dos caras, etc.)
[6] También está la famosa “Halloween”, que marca el período de cosecha y de descanso de la tierra (Otoño-Invierno).
[7]
Algunos excesos son: incestos (en alusión a la pareja original, que generalmente son hermanos), desenfreno sexual (como llamado a la fecundidad de la tierra), parodias y desagravios a la autoridad (el “rey feo” del que ya hablamos), gastos excesivos, gula y banquetes orgiásticos (abundancia), saqueos e incendios (caos).

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